sábado, 13 de septiembre de 2014

LOS SUBTERRANEOS DE LA LIBERTAD DE JORGE AMADO



YA EN NUESTRO CATALOGO

 El Partido decidió entonces enviarle al valle.
No sólo porque le buscaban: Emilio era un antiguo soldado del Ejército, había servido bajo las órdenes de Prestes en Santo Ángelo, en 1924, cuando el entonces joven capitán de Ingenieros se alzó con su batallón en apoyo al movimiento del 5 de julio, en São Paulo. A las órdenes de Prestes había hecho toda la campaña de Rio Grande del Sur, la marcha del Paraná en busca de la junción con las tropas del general Isidoro. Fue uno de los dos mil quinientos hombres que acompañaron a Prestes en la Gran Marcha a través de Brasil, durante tres años. Era un valiente, y había terminado de teniente en la Columna. Luego emigró con Prestes a Bolivia. Al volver a Brasil, entró en el Partido e inició su vida de militante. Durante su marcha con la Columna había atravesado el Valle de Rio Salgado, y conocía la región. Por eso le habían elegido.
En la piragua recuerda este pasado, los combates con la Columna en la travesía de Mato Grosso. Durante la marcha, Prestes estudiaba, leía incluso a caballo, aprendía en los caminos del sertón. Quedaban distantes aquellos años. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces en Brasil y en el mundo, pero la lucha en el valle no dejaba de ser una continuación de aquellos combates de la Columna. Sólo que ahora sabían exactamente por qué combatían: el Partido les dirigía. ¿Habría llegado la noticia de esta lucha a la prisión triangular en el pabellón de tuberculosos de la cárcel donde se encontraba Prestes? Difícilmente... Y, no obstante, a Emilio le gustaría que el generalsiempre que pensaba en Prestes le daba su título de militar revolucionario, de comandante de la Columna supiera de aquella lucha y supiera también que él, Emilio, el antiguo soldado de la Gran Marcha, estaba en su puesto. Idea imposible, sólo Gonçalo y unos pocos camaradas de São Paulo sabían quién era él realmente. Emilio sonrió ante sus propios pensamientos: «¡Qué barbaridad! ¡Cómo va a saber el general que estoy aquí...!» La piragua bogaba silenciosa. Emilio se inclina sobre los remos.
Y, de repente, la luz de un reflector recorre el río. Invención de los yanquis, para mejor controlar las márgenes durante la noche. Aquello es una novedad para Emilio, y se pone en pie, dirige la piragua hacia el centro de la corriente. Pero la luz cae sobre él, ilumina su cuerpo, alto y fuerte. En la orilla, una voz grita, advirtiendo a los demás:
Es Gonçalo. Mirad... ¡Es Gonçalo!
Emilio piensa rápidamente: sabe que está perdido. Las orillas están vigiladas por soldados y policías. Oye el ruido del motor de una canoa que se pone en marcha. Le han confundido con Gonçalo. Le dan así la oportunidad de morir ayudando al Partido. La luz del reflector sigue buscándole. Él se alza sobre los pies, se pone el sombrero, para parecer aún más alto. El motor de la canoa empieza a funcionar. Alguien, desde ella, le grita:
Entrégate, Gonçalo, o eres hombre muerto.
Emilio sabe que aquel trecho del río es muy profundo. Lo importante es que la policía no encuentre el cuerpo y no se apodere de las municiones. Piensa y actúa rápidamente. Se ata los dos pesados fardos a la cintura. Así, cuerpo y municiones quedarán en el fondo del río. La voz, desde la canoa, repite:
¡Entrégate, Gonçalo!
Es la voz de Miranda, reventando de satisfacción. Esta vez Barros va a tener que deshacerse en elogios. Llevará consigo a Gonçalo, vivo o muerto.
¡José Gonçalo no se entrega!grita Emilio.
El reflector vuelve a buscarle. Él está de pie, los fardos le pesan en la cintura. La otra canoa se acerca. Emilio la localiza por la luz del reflector. Dispara. Un gemido responde a la detonación. «He acertado», piensa.
La luz envuelve la piragua. Emilio comprende que ha llegado la hora final y grita, con su voz potente resonando en la noche de la selva:
¡Viva el Partido comunista! ¡Viva Prestes!
Los disparos le alcanzaron en el pecho y en el rostro. Desde la canoa, Miranda y los inspectores le vieron doblarse, caer al río. La piragua continuó sola, arrastrada por la corriente. El reflector iluminaba la sangre sobre las aguas fangosas. Miranda dijo:
¡Se ha acabado José Gonçalo!
Durante toda la noche buscaron inútilmente el cuerpo. Alguien explicó:
Las pirañas habrán acabado con él. No pueden ver sangre.
Se llevaron la piragua como trofeo al campamento.

La supuesta muerte de José Gonçalo circuló por las haciendas, por el valle, en la sede de la empresa, entre los obreros. Todos la creyeron, hasta el negro Doroteu, aunque éste no podía comprender por qué el gigante se había acercado al campamento en la piragua. ¿Qué iba a ser ahora de los caboclos?, pensaba preocupado Doroteu. ¿Ahora, cuando ya no estaba Gonçalo para dirigirles? El negro temía que acabaran convirtiéndose en una partida de bandidos, que era la vieja idea de Nhô Vicente. Decidió ir a buscarles a la selva.
La noticia, transmitida aquella misma noche, causó cierta sensación también en las grandes ciudades. La radio y la prensa la divulgaron. Un vespertino de São Paulo publicó una entrevista con el delegado Barros en la que recordaba la biografía de Gonçalo y le calificaba de «bandido sin entrañas», todo entre calurosos elogios a la policía. Algunos hombres, en los más distintos lugares, recordaron aquella noche a José Gonçalo.
El camarada João, en São Paulo, recordaba sus dos encuentros con el gigante: en Cuiabá y en el valle, su voz tranquila, su última petición, su último mensaje para el Partido en caso de que muriera. Le dijo al Rubio:
Era un tipo formidable. Cuando yo le veía, tenía la impresión de estar viendo al Partido ante mí: fuerte, tranquilo, bueno, inteligente, decidido.
 

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