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El
Partido decidió entonces enviarle al valle.
No sólo
porque le buscaban: Emilio era un antiguo soldado del Ejército, había servido
bajo las órdenes de Prestes en Santo Ángelo, en 1924, cuando el entonces joven capitán de Ingenieros se alzó con su
batallón en apoyo al movimiento del 5 de julio, en São Paulo. A las órdenes de Prestes había hecho
toda la campaña de Rio Grande del Sur, la marcha del Paraná en busca de la
junción con las tropas del general Isidoro. Fue uno de los dos mil quinientos
hombres que acompañaron a Prestes en la Gran Marcha a través de Brasil, durante
tres años. Era un valiente, y había terminado de teniente en la Columna. Luego
emigró con Prestes a Bolivia. Al volver a Brasil, entró en el Partido e inició su vida de
militante. Durante su marcha con la Columna había atravesado el Valle de Rio
Salgado, y conocía la región. Por eso le habían elegido.
En la
piragua recuerda este pasado, los combates con la Columna en la travesía de
Mato Grosso. Durante la marcha, Prestes
estudiaba, leía incluso a caballo, aprendía en los caminos del sertón. Quedaban
distantes aquellos años. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces en Brasil
y en el mundo, pero la lucha en el valle no dejaba de ser una continuación de
aquellos combates de la Columna. Sólo que ahora sabían exactamente por qué
combatían: el Partido les dirigía. ¿Habría llegado la noticia de esta lucha a
la prisión triangular en el pabellón de tuberculosos de la cárcel donde se
encontraba Prestes? Difícilmente... Y, no obstante, a Emilio le gustaría que el
general —siempre que pensaba en Prestes
le daba su título de militar revolucionario, de comandante de la Columna— supiera de aquella lucha y supiera también que
él, Emilio, el antiguo soldado de la Gran Marcha, estaba en su puesto. Idea
imposible, sólo Gonçalo y unos pocos camaradas de São Paulo
sabían quién era él realmente. Emilio sonrió ante sus propios pensamientos:
«¡Qué barbaridad! ¡Cómo va a saber el general que estoy aquí...!» La piragua
bogaba silenciosa. Emilio se inclina sobre los remos.
Y, de
repente, la luz de un reflector recorre el río. Invención de los yanquis, para
mejor controlar las márgenes durante la noche. Aquello es una novedad para
Emilio, y se pone en pie, dirige la piragua hacia el centro de la corriente.
Pero la luz cae sobre él, ilumina su cuerpo, alto y fuerte. En la orilla, una
voz grita, advirtiendo a los demás:
—Es Gonçalo. Mirad... ¡Es Gonçalo!
Emilio
piensa rápidamente: sabe que está perdido. Las orillas están vigiladas por
soldados y policías. Oye el ruido del motor de una canoa que se pone en marcha.
Le han confundido con
Gonçalo. Le dan así
la oportunidad de morir ayudando al Partido. La luz del reflector sigue
buscándole. Él se alza sobre los pies, se pone el sombrero, para parecer aún
más alto. El motor de la canoa empieza a funcionar. Alguien, desde ella, le
grita:
—Entrégate, Gonçalo, o eres hombre muerto.
Emilio
sabe que aquel trecho del río es muy profundo. Lo importante es que la policía
no encuentre el cuerpo y no se apodere de las municiones. Piensa y actúa
rápidamente. Se ata los dos pesados fardos a la cintura. Así, cuerpo y
municiones quedarán en el fondo del río. La voz, desde la canoa, repite:
—¡Entrégate, Gonçalo!
Es la
voz de Miranda, reventando de satisfacción. Esta vez Barros va a tener que
deshacerse en elogios. Llevará consigo a Gonçalo, vivo o muerto.
—¡José Gonçalo no se entrega! —grita Emilio.
El
reflector vuelve a buscarle. Él está de pie, los fardos le pesan en la cintura.
La otra canoa se acerca. Emilio la localiza por la luz del reflector. Dispara.
Un gemido responde a la detonación. «He acertado», piensa.
La luz
envuelve la piragua. Emilio comprende que ha llegado la hora final y grita, con
su voz potente resonando en la noche de la selva:
—¡Viva
el Partido comunista! ¡Viva Prestes!
Los
disparos le alcanzaron en el pecho y en el rostro. Desde la canoa, Miranda y
los inspectores le vieron doblarse, caer al río. La piragua continuó sola,
arrastrada por la corriente. El reflector iluminaba la sangre sobre las aguas
fangosas. Miranda dijo:
—¡Se ha acabado José Gonçalo!
Durante
toda la noche buscaron inútilmente el cuerpo. Alguien explicó:
—Las pirañas habrán acabado con
él. No pueden ver sangre.
Se
llevaron la piragua como trofeo al campamento.
La
supuesta muerte de José
Gonçalo circuló por
las haciendas, por el valle, en la sede de la empresa, entre los obreros. Todos
la creyeron, hasta el negro Doroteu, aunque éste no podía comprender por qué el
gigante se había acercado al campamento en la piragua. ¿Qué iba a ser ahora de
los caboclos?, pensaba preocupado Doroteu.
¿Ahora, cuando ya no estaba Gonçalo
para dirigirles? El negro temía que acabaran convirtiéndose en una partida de
bandidos, que era la vieja idea de Nhô
Vicente. Decidió ir a buscarles a la selva.
La
noticia, transmitida aquella misma noche, causó cierta sensación también en las
grandes ciudades. La radio y la prensa la divulgaron. Un vespertino de São Paulo publicó una entrevista con el delegado
Barros en la que recordaba la biografía de Gonçalo y le calificaba de «bandido sin entrañas»,
todo entre calurosos elogios a la policía. Algunos hombres, en los más
distintos lugares, recordaron aquella noche a José Gonçalo.
El camarada João, en São Paulo, recordaba sus dos encuentros con el gigante: en Cuiabá y en el valle, su voz tranquila, su última
petición, su último mensaje para el Partido en caso de que muriera. Le dijo al Rubio:
—Era un tipo formidable. Cuando
yo le veía, tenía la impresión de estar viendo al Partido ante mí: fuerte,
tranquilo, bueno, inteligente, decidido.
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